Querida diosa Eufrósine

«El que supere sus miedos será verdaderamente libre», Aristóteles

Juan Ángel Martínez
3 min readMay 24, 2021
Mi amigo Albert y yo en mi fiesta de comunión, lo que era el paraíso de la felicidad. 08/2007

En el universo Erasmus conocí a una persona muy especial. Era entrañable, cariñosa y risueña. Nunca subía el tono y siempre te dedicaba una sonrisa. Ejercía de líder porque tenía el carisma necesario. Yo le admiraba. Envidiaba sus virtudes y era incapaz de ver sus defectos. Sin embargo, un día la luz se le apagó. Ya no era la misma persona. Sus sonrisas eran discretas, selectivas. Detrás de su mirada había lágrimas que marcaban el camino de la inseguridad. Yo ya no le idolatraba. Tan solo le miraba y pensaba: qué pena, ¿qué le habrá sucedido? Aunque, a decir verdad, ahora la realidad es otra. Ahora recuerdo sus ojos caídos, que tantas veces han aparecido en mi rostro, y lo único que se me ocurre es aplaudirle. Aplaudirle porque esa persona, en su día, consiguió mostrarse tal y como era. No le tembló el pulso a la hora de evidenciar que estaba pasando por un mal momento. Sus lloros y sus carcajadas tenían el mismo origen. Hace años solo me quedé con la alegría que rebosaba. Ahora disfruto rememorando los altibajos de esa persona. Y disfruto porque, en cierta medida, su transparencia siempre estará presente en mi memoria.

A veces creo que la felicidad tiene las de perder ante la tristeza. En los medios de comunicación, la fatalidad siempre vende más. En nuestra cabeza, el pesimismo siempre golpea con fuerza. Es más fácil escribir si estás triste que si estás contento. De hecho, creo firmemente que el nivel máximo de felicidad al que se puede aspirar es inferior al de tristeza. No obstante, la felicidad tiene algo que los demás sentimientos no. La felicidad es omnipresente. Está en cualquier sitio. Es anárquica y no quiere sentirse dominada por una realidad espaciotemporal. La felicidad se hallará donde menos te lo esperes. Esta semana, por ejemplo, yo la he palpado. He podido verla con mis propios ojos. No me la imaginé tan bella, ni siquiera tan impactante. No es la primera vez que la veo de cerca, pero sí es la primera vez que la conozco. He podido navegar por sus mares, descubriendo así cada una de sus gotas. Con minuciosidad e inocencia he podido perderme por sus laberintos para no querer salir. He deseado que el reloj dejase de funcionar. He deseado que la felicidad me coja de la mano y no me suelte. He deseado poder pasar horas con ella, susurrándole al oído que, a veces, es inalcanzable. He ahí su valor. Y es que la felicidad, por más que la ansíes, no te vendrá a buscar. Deberás ser tú quien decida encontrarla. Si tienes suerte, lo conseguirás. Pero recuerda, la felicidad no es más que un regalo que te da la vida para poder lidiar contra el miedo de la muerte. Abrázala y disfrútala, pero no te engañes. Algún día marchará sin despedirse. Y será en ese preciso instante cuando de verdad la valorarás.

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