El amor; la vida

«Hay una sola felicidad en la vida: amar y ser amado», George Sand

Juan Ángel Martínez
2 min readFeb 14, 2024
Mi abuelo «Bruno» sosteniéndome en brazos / 2003

A veces nos despertamos y le suplicamos a nuestro dios favorito que nos allane el camino. Le pedimos que nos mande algún mensaje aclaratorio, algún signo inequívoco del destino que debamos seguir. Sin embargo, de nada sirve. No porque Dios no exista, que no lo sé, sino porque, seguramente, ni él sepa cuál es nuestro futuro. Es por ello que, a día de hoy, solo queda resguardarse en el amor.

Las calles se han cambiado rápido de ropa. Ya no visten plumas, lentejuelas o purpurina. Carnaval terminó el lunes. Ahora llega la Cuaresma, con su olor a ceniza. Pero antes cabe dar paso a una fiesta impropia para los solteros y elogiable para los emparejados: San Valentín. Las floristerías se tiñen de un rojo que huele a rosa. Los bombones y los perfumes calientan en la banda, listos para jugar un partido crítico. Los restaurantes italianos preparan sus asientos mientras que Cupido, un dios convertido en producto, regula su arco antes de disparar. Pero que no os engañe esta ceremonia fruto del capitalismo moderno. El amor es lo más antiguo que existe.

No pretendo irme al Génesis de la vida, donde Adán y Eva ya ponían de moda eso de amarse. Pretendo irme a mi infancia, esa época que la mayoría recordamos con dulzura. Recuerdo jugar con mis Playmobil en casa de mis abuelos, en concreto en un balconcito donde la luz chocaba con unas cristaleras verdes. Yo amaba a mis juguetes, pero también me amaba a mí mismo porque, para mí, en ese instante, un Playmobil era lo primero. ¿Y dónde vamos ahora? Buscar que alguien te ame es hacerse trampas al solitario. Los años avanzan y ya no somos niños, pero no nos damos cuenta de que seremos los últimos en marchar. No de la humanidad, sino de este maratón llamado vida. Cuando veamos como las fichas de nuestro lado van cayendo, solo el amor que sintamos por nosotros mismos hará fuerza para que no nos derrumbemos. Aunque, evidentemente, un abrazo, un beso o una caricia es un estímulo externo difícilmente igualable.

Los juguetes de casa de mis abuelos me divirtieron, pero también me enseñaron, con el paso del tiempo, que el amor está en todas partes. Puedes apreciarlo con el olor de las rosas, con el sabor de un bombón, con el susurro de un ser amado, con la sonrisa de un atardecer o con la caricia de un ángel. El amor tiene muchos sentidos, probablemente tantos como perspectivas. Pero el amor también carece de sentido, pues cuando aquello que amemos falte, nada justificará su marcha. De hecho, así funciona la vida. Ya lo decía Albert Camus: «la vida no tiene sentido, pero vale la pena vivirla si eres capaz de reconocerlo».

--

--