Día sí y día también

«La vida se ríe de las previsiones y pone palabras donde imaginábamos silencios», José Saramago

Juan Ángel Martínez
4 min readMar 21, 2023
Mi padre, mi madre, mi hermana y yo, expectantes ante la vida / 2003

En el hotel donde trabajo a tiempo parcial me da por ordenarle a mi yo del futuro que escriba, que escriba mucho. Mi yo del presente, que de primeras concuerda con las órdenes, suele llevar a cabo otros planes. Aunque, como decía Arya Stark cuando se le aparecía la muerte en Juego de tronos, «hoy no». Hoy me apetece pelearme con mi cabeza hasta que la sangre de mis ideas manche el cuadrilátero en forma de teclado. Hoy me apetece seguir sintiéndome vivo a través de algo tan arcaico como la escritura. Que mis dedos fluyan al ritmo que les dé la gana, como aquel que baila solo, ebrio y sin tapujos en el lúgubre pub de la esquina pasadas las cinco de la madrugada.

Con la Semana Santa a la vuelta de la esquina, uno ya comienza a hacer planes para olvidarse del irremediable aburrimiento que reside en algunas fechas del calendario. Transcurren los días insulsos y calmados, por lo que es inevitable añorar el caos, que vendría bien para alterar la pachorra habitual. La delicadeza del morado, protagonista en este tiempo de Cuaresma, y el entusiasmo del naranja, el compañero ideal en los atardeceres primaverales que asoman la cabeza con el próximo cambio de hora, iluminan la tinta de la memoria. Una tinta imborrable siempre y cuando el mensaje merezca mi atención.

Detrás de la barra y con el delantal puesto, por ejemplo, presto observo las señales que me manda el destino. Como los distintos mensajes en encriptados entre inconvenientes que sufre el protagonista de El alquimista, famosa novela de Paulo Coelho. Encuentro palabras entre los granos de café y procuro retenerlas para no quedarme mudo delante de la pantalla. Elaboro un debate mental a una sola voz sobre los pros y los contras de tener expectativas mientras observo el rostro circunspecto de la gente de la tercera edad, que no sonríe al bailar porque prefiere llevar la cuenta de los pasos del famosísimo baile del Coyote Dax.

A punto de danzar sobre la pista de mis conjeturas diarias valoro el arte de frenar las expectativas ante un acontecimiento marcado en la agenda. Es de envidiar la serenidad y la calma con la que uno puede anticiparse al futuro, lo cual no suele verse demasiado por los lares de nuestra mente. Quizá la vida trate de no alimentar ningún tiempo próximo, pues todo lo que no tiene forma está formado por la incertidumbre. Es nuestro estado de ánimo el que trabaja día y noche diseñando escenas a largo plazo. Escenas que no existen porque el tiempo, que como decía Charles Chaplin «siempre encuentra el final perfecto», se encarga de gestionarlas por el bien de nuestro destino. No obstante, enemistarse con las expectativas puede parecer una práctica fría, digna de un ser imperturbable. Un servidor, nacido y criado en el Mediterráneo, no puede ir en contra de la pasión. Esa pasión que alimenta la ilusión necesaria para seguir adelante, para que todos esos detalles que grisean el cielo de nuestros objetivos valgan la pena por el mero hecho de seguir teniendo fe en que algo bueno está cerca. Tener expectativas es como el olor a pan a las 05:00 de la mañana, como los ojos color miel tostada de una mirada al alba, como un mordisco al trozo de queso manchego, como la primera caricia a un sobrino recién nacido o como los susurros de las olas del mar en una noche estival.

Las expectativas, como la vida misma, no son más que un motivo por el que dudar. Dudar de todo para autoconvencerse de nada. Tener o no tener expectativas es una cuestión importante dentro de los asuntos poco importantes. Parece casi utópico disfrutar de un presente ameno sin acordarse de esa expareja tan molesta llamada pasado. Parece imposible, también, saborear el hoy sin dibujar un mañana con métricas perfectas. En general, parece difícil cerrarle las puertas de las esperanzas a nuestro cerebro. La controversia entre pensar en algo antes de que ocurra y no hacerlo existirá hasta que nuestros familiares duden entre si poner un epitafio en nuestro tumba o no. Por el momento, mientras la espuma de los cafés mañaneros y el polvo que se esconde entre las teclas lo permitan, disfrutemos del ahora. Y es que como decía Séneca, «la mayor rémora de la vida es la espera del mañana y la pérdida del hoy».

--

--